Olvido de sí mismo

La mayor parte de la humanidad vive saturada de sí misma. No hay imagen más agotadora que la proyectada por una persona permanentemente preocupada de sí misma. Preocuparse del “pequeño yo” es como mal educar a un niño dándole todo lo que desea: siempre quiere más, nunca está conforme, se vuelve déspota y acaba por perder todo control emocional, y exasperar a todo el que le rodea.

Mal educar la personalidad es muy arriesgado. La excesiva auto observación nos ancla en un mundo personal muy limitado en el que afloran con facilidad todo tipo de espejismos que a menudo derivan hacia trastornos neuróticos y obsesivos, con una importante carga de infelicidad. Una sobreexposición a nosotros mismos solo puede conducir a resultados desastrosos: o bien nos convertirá en unos ególatras en el centro de nuestro universo ficticio; o se producirá un hastío y una frustración por vivir en un mundo tan aburrido y cerrado que acabará con toda nuestra autoestima y motivación.

Un excesivo enfoque hacia la personalidad se convierte en algo negativo, tal vez simplemente porque es un proceso antinatural. A los cuerpos no se les puede prestar demasiada atención, porque el apego los bloquea y los colapsa. La energía fluye mejor sin nuestra atención.

La personalidad no es el problema, es el templo en que tiene que habitar el alma. Los problemas surgen cuando nos enfocamos excesivamente en lo personal y todo comienza a desequilibrarse. Entonces el deseo toma el poder y se vuelve insaciable. A ese cuadro en declive le acompaña el veneno de la queja que siempre ocasiona negatividad.

La importancia de sí mismo atrae como un imán todo un abanico de emociones y actitudes negativas: celos, miedo, avaricia, rencor,… Todo gira alrededor del sentimiento de ser importante; incluso en un estado depresivo o de abatimiento subyace la importancia personal: yo, yo, y más yo. La importancia del yo no tiene ninguna utilidad, por eso debe ser reducida. El primer paso para ello es tomar conciencia de que enfocarse en sí mismo es un camino sin salida y que el ser humano encuentra su liberación en su línea natural de menor resistencia cuando se vuelca hacia las cosas y hacia sus semejantes

El reto es crear una personalidad integrada para que pueda expresar el alma y no la obsesiva personalidad. Una personalidad fuerte, adaptada al medio y resistente es muy útil, si no se contamina con el exceso de sí misma.

La mejor forma de estar predispuestos hacia el olvido de sí mismo es estar enfocados hacia nuestra esencia espiritual, desapegados de los logros materiales, valorando la búsqueda de todas aquellas virtudes que irradian desde el alma y dulcifican los cuerpos: la serenidad, la paz, el silencio, la conciencia despierta,… Para lograr una vida feliz hay que ser consciente de nuestra naturaleza espiritual y explorarla sin ningún miedo.

Por paradójico que parezca, conocerse a sí mismo pasa necesariamente por olvidarse de sí mismo. El olvido de sí mismo no es una actitud pasota, o la de un loco sin responsabilidades, es curiosamente la mejor forma de encontrarse consigo mismo. Es un cuestión de rumbo y orientación, el olvido de lo personal deja paso al mundo espiritual, al llamado mundo interior, que no es ni interior ni exterior, porque vibra en realidades que trascienden las coordenadas espacio-tiempo, pero más evidentes y presentes de lo que la mente puede llegar a imaginar.

Las percepciones físicas que se registran en el cerebro no constituyen un principio, no son el origen ni la causa de la existencia; son los efectos de aquello que sucede en otros planos de conciencia. La tan estimada “memoria” es una limitada barrera que trata una y otra vez de confirmar al pequeño yo. Tendemos a olvidar muchas de las cosas que tenemos la intención de recordar, incluso aquellas de importancia para nuestra vida, pero nunca nos olvidamos de nosotros mismos. Nadie olvida las pequeñeces de su vida cotidiana, su cumpleaños, la comida preferida, la talla de su ropa, y los logros y fracasos personales. No olvidamos nuestras opiniones que tanto nos cuesta cambiar, ni nuestras particulares interpretaciones de lo que sucede, sobre todo cuando les pasa a los demás. El centro de atención de nuestra memoria a corto y largo plazo es nuestro yo, la parte más concreta y menos abstracta de nuestra mente, y por ello no es de extrañar que lo espiritual sea algo lejano, incluso difícil de admitir.

La búsqueda del ser interno está llena de caminos erróneos. Se busca la introspección y se confunde con vivir subjetivamente. Ser introspectivo supone que la personalidad pensante, mira siempre hacia su vida mental y sentimental interna. Eso es vivir como observador externo que mira hacia adentro. Vivir subjetivamente supone que el enfoque de la conciencia está dentro y que de allí se mira en dos direcciones: externamente hacia la personalidad, en el plano físico; internamente hacia el alma, y desde esa disposición se abre el camino hacia la realidad espiritual.

Desde hace unos cuantos años ha proliferado una industria de corte psicológico destinada al autoconocimiento, en múltiples variantes de jornadas, cursos, talleres de formación, y sobre todo de publicaciones y libros de “autoayuda”. Hoy día vende bien todo lo que está relacionado con dedicarse a uno mismo, tanto en el ámbito de la estética o la dietética, y para cuestiones psicológicas, e incluso “espirituales”. Se acude al médico ante la mínima preocupación por un problema físico. Se acude al psicólogo y al psiquiatra sobre la sana intención de resolver algún problema o conflicto de personalidad, emocional y mental, pero muchas veces fracasan las técnicas, los métodos y los tratamientos o se dilatan en el tiempo, por exceso de autoenfoque, que posiblemente es el origen de los problemas. A nivel supuestamente espiritual hay todo un todo un turismo de “crecimiento interior”, siempre sobre la base del autoconocimiento, del yo que está aprendiendo, del yo que se descubre a sí mismo. Existen propuestas de actividades y técnicas de la llamada nueva era, aunque lo único que tienen de nuevo es el marketing moderno con que se presentan y tal vez la excesiva mezcla de prácticas a las que se atribuyen todo tipo de propiedades. Se habla de yoga, pilates, tai-chi, meditación, milfundes, equilibrio de chakras, acupuntura, naturopatia, terapias Gestalf, visualizaciones, recitación de mantras…, y una lista casi interminable, que al parecer puede practicar cualquiera con maestros especializados por una amplia variedad de escuelas. Lo que llama la atención es como técnicas y prácticas que se han creado para desbloquear las limitaciones de la personalidad y dejar espacio al ser interior, se dirigen al conocimiento personal, muchas veces de forma directa, sin ningún complejo, y eso es un lastre para lograr el olvido de sí mismo. El exceso de “yo”, por mucho que se vista de espiritual, creará un “ego espiritualizado”, siempre producirá más “yo” y menos alma. Se debería reflexionar sobre si tanta variedad aporta algo realmente valioso o no es más que una perdida en una selva de conocimientos que parece no terminar nunca, y que sigue aumentado el enfoque en sí mismo, y desde ese enfoque se aleja la verdadera felicidad que se basa en la alegría interior de una mente y un corazón libre.

Centrarse en uno mismo, autocentrarse, supone poner la atención en uno mismo pero en exceso. Para los practicantes de cualquier disciplina que requiera interiorización, el autocentramiento es una nueva barrera. El cuerpo físico ha evolucionado tanto que está por debajo de la conciencia, por lo que no debe ser observado salvo que plantee algún problema que requiera sanación; incluso en procesos de curación se debe poner la menor atención posible a lo físico para evitar que el exceso de energía se concentre en zonas enfermas. Las emociones, el cuerpo emocional, se nutren y viven de la atención, por lo que hay que tener un especial cuidado con sentir en todo momento, como tanto nos aconseja la moderna sociedad del “sentimiento”. Las emociones tienen su lugar y su función y cuando se dispara su poder, pasan a ocupar un lugar de desequilibrio que no las corresponde; además tienden a viciarse y a manifestarse en sus aspectos más negativos. La mente, el cuerpo mental, capta un fluido permanente de pensamientos que también se nutren de la atención y el análisis. Los pensamientos también tienen su lugar y su función y cuando se da una importancia excesiva a lo que pensamos se produce de nuevo el desequilibrio y la preocupación que genera confusión y ello conduce a la disociación de la realidad. Autocentrarse es dar exceso de protagonismo a los cuerpos y por ello no es de extrañar que su conjunto, la personalidad, crezca indebidamente y se aleje la percepción de la conciencia interna.

Para salir del apretado campo de uno mismo, hay que descentrarse, para desvelar lo que pueda existir más allá de nuestras programaciones mentales y emocionales. Su logro conduce al silencio interno, a la contemplación. El olvido de sí mismo deja espacio para que penetre la verdad, la belleza y lo verdadero, y apunta directamente al alma.

Existe un falso olvido de sí mismo, que puede adquirir diversas formas de presentación, que bajo el pretexto del recogimiento interno y la práctica espiritual alejada del mundanal ruido, conduce a la introspección y al aislamiento. Pero todo ello no es más que otro espejismo, el espejismo del “ermitaño”, la tendencia a huir del contacto con los demás y del ajetreo de la vida diaria bajo la excusa de buscar recogimiento espiritual, a veces eligiendo prácticas de austeridad, renunciando a toda forma de placer. Pero en esa actitud se esconde un desprecio a la vida y a fluir con lo que el destino te va presentando, que suele estar relacionado con lo que ocurre alrededor. Olvidarse de sí mismo no tiene ninguna relación con aislarse, más bien todo lo contrario, tiene relación con dejar de prestar atención a las cosas del pequeño yo y abrirse hacia los demás ofreciendo servicio, con amor y alegría y también con humildad, dejando de considerarse tan especial como para poder evolucionar mejor en soledad, y  pensar menos en uno mismo.

El ser humano está predispuesto de forma natural para abrirse al mundo que le rodea y relacionarse con los demás. Ya lo proclamaba Aristóteles: “el ser humano es social por naturaleza”, un viejo principio que el gran filósofo griego lo fundamentaba en las peculiares características del lenguaje humano, al afirmar que está semánticamente construido para comunicarnos y relacionarnos con nuestros semejantes.

Diversos pensadores y psicólogos del siglo XX y de la actualidad, afirman que la estructura del ser humano, siguiendo la línea de los pensadores clásicos, está diseñada y concebida, tanto desde su dimensión físico-biológica, como desde su dimensión psico-racional, para abrirse al mundo de su entorno y relacionarse con los demás. Una actitud de apertura hacia los otros que no requiere para su ejercicio de ninguna autodisciplina, ya que está implícita en la propia naturaleza de la personalidad.

Este proceso natural se demuestra cuando nos dejamos absorber por nuestras grandes o pequeñas tareas cotidianas y tratamos de realizarlas con competencia para que sean útiles a los demás, y quedamos tan absortos en su realización, que nos olvidamos de nosotros mismos, de nuestras preocupaciones, y sin pretenderlo, nuestra vida y nuestra forma de estar adquieren belleza y alegría. Hemos olvidado que esa era nuestra forma natural de actuar cuando éramos niños.

Desde la perspectiva de la psicología actual más avanzada, una personalidad sana y bien constituida es aquella que sabe abrir las puertas y ventanas de su conciencia, hacia la luz y claridad del mundo exterior, dirigiéndose e interesándose por la gente que le rodea. Si se bloquea esta natural apertura hacia los demás, se altera el cuerpo emocional produciendo estados que tienden a la enfermedad anímica y al pensamiento obsesivo de autoobservación.

El olvido de sí mismo supone la muerte de todas las características que aprisionan al alma a través de los cuerpos de la personalidad, liberarse de las cadenas del ego: toda una revolución. Supone olvidarse de ser alguien, de las cualidades y las destrezas, y también de las debilidades y frustraciones; de los sueños e ilusiones, de las obsesiones y las fobias, y de los intereses de que algo suceda o no suceda.

Olvidarse de sí mismo, significa cargar con las obligaciones de nuestro dharma, de todo aquello que nos ocurre, de nuestra debilidad, incluso de nuestro dolor y actuar con desapego, hasta en las situaciones más desesperadas, como si nada importante estuviera teniendo lugar. Desapego silencioso pleno de amor y desinteresada esperanza.

Tratando de retener siempre se pierde; desprendiéndose siempre se acierta. Tratando de retener es inevitable que se desaparezca todo lo que se posee. Al eliminar la posesividad se libera la presión de defender lo logrado y la energía fluye facilitando el equilibrio con el medio natural.

Olvido de sí mismo es moderación en todas las cosas, inteligente empleo de los cuerpos físico, emocional y mental, en definitiva equilibrio de mente y espíritu.

El ser humano encuentra la plenitud cuando se deshace de todo lastre y se entrega a los demás olvidándose de sí mismo. Nos hacemos más humanos cuando nos entregamos al servicio o cuando amamos a los demás, y en ese olvido de sí mismo encontramos el rumbo a la autorrealización, sin ni siquiera buscarlo.

El exceso del sentido del “yo” impide la evolución. La mejor forma de buscar el equilibrio consigo mismo, e indirectamente la forma más rápida de evolucionar, es entregarse al servicio del mundo, dejar de pertenecer a sí mismo y pertenecer a la humanidad. Servir es responder a las necesidades del mundo y olvidar las necesidades del pequeño yo, sin exigir servicio ni esperar nada a cambio.

La auténtica virtud es la expresión del ser humano en total espíritu de colaboración hacia sus hermanos, en forma altruista, comprensiva y con total olvido de sí mismo.

El olvido de sí mismo facilita que la conciencia funcione desde un nivel más elevado y con más campo de percepción y comprensión. Cuando las acciones se dejan de motivar en el deseo y en el enfoque personal, los frutos del espíritu se liberan para expresarse a través de los cuerpos de forma natural, sin dudas, sin temores, sin limitaciones artificiales, sin represión alguna. A medida que se aprende a olvidarse de sí mismo, aumenta el nivel de energía y de vibración, y se despeja el camino entre alma y personalidad. Aumenta también la confianza en el Dios interno, en nuestro espíritu divino, en la luz y el amor que subyacen en los auténticos pilares del ser humano. Me pierdo a “mí” mismo, para encontrarme a “MI” mismo. Perderse en la Luz implica aumentar la propia Luz, la que proviene del Alma inmortal que guía nuestro destino como seres humanos.

La confianza en el Dios interno y el olvido de sí mismo aplicado con un correcto sentido de proporción, conduce inevitablemente a la alegría interior y a la felicidad en las pequeñas cosas del mundo exterior, a aceptar el dharma por duro que se presente, y a saber agradecer el milagro de la vida. El camino del sano renunciamiento es siempre el del gozo.

El verdadero autoolvido libera la belleza oculta, la esencia del arte que impregna el universo, y en la impersonalidad que acompaña al olvido se expande el amor con total libertad. Olvido es sacrificio liberador, darse uno mismo, aun la propia vida, en bien de los demás y para beneficio del grupo. La realización es seguida siempre por el sacrificio y la entrega, y allí emerge el amor, la característica básica de nuestro espíritu divino, y se comprende el sentido de la frase : “Dios es amor”.

Todo consiste en ser simplemente un canal de luz y amor que se olvida de sí mismo.